miércoles, 28 de mayo de 2014

El Hongo

Debería explicar, quizás, un silencio de más de dos años. Debería explicar, quizás, por qué de golpe y sin decir nada aparece este cuento que escribí hace más de un año. Debería anunciar, quizás, algunos cambios que en este tiempo estuve tramando para este espacio. Pero opto más bien, por dejar este texto colgado, como quien le encuentra un lugar a algo que hacía tiempo que andaba dando vueltas por ahí, y de paso, reabre y ventila un viejo cofre al que se dispone a reordenar, y así le da vida vida nuevamente. Dejemos entonces, que las palabras y los hechos hablen por sí solos ...





Que la historia hubiera copiado  a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es  inconcebible...

Jorge Luis Borges, Tema del traidor y del héroe

La historia que sigue es absolutamente falsa, pero como ya es sabido, eso es enteramente irrelevante. Digamos entonces que Yuri Mijailovich Rasskazchik había nacido en la lejana Petrogrado, algún tiempo antes de que pasara a llamarse Leningrado, allá por 1920.  Sus padres, un obrero y una jornalera anarquistas, sufrieron las persecuciones de los bolcheviques, razón por la cual Yuri debió pasar una infancia complicada, con permanentes traslados y mudanzas. Contando Yuri con apenas un año de vida, el matrimonio Rasskazchik, que había tenido participación activa en los movimientos obreros durante el levantamiento de Kronstadt, partió hacia Ucrania, donde participarían  más tarde de la experiencia makhnovista hasta su definitivo aplastamiento. El padre de Yuri,  En esa trágicas jornadas, Mijail,  su padre, fue fusilado por las fuerzas bolcheviques que enterraron para siempre el proyecto anarcocomunista en Ucrania y en los confines de la Unión Soviética. Su madre, Elena, regresa entonces a Petrogrado, adonde fallecerá unos pocos años después, a causa de su frágil salud quebrantada por las penurias del hambre, las luchas crueles, las pérdidas y las derrotas, cuando ya la ciudad llevaba el nombre del también fallecido padre de la revolución bolchevique. Será en ese mismo aciago año de 1925, cuando la trágica aunque breve existencia de Yuri dé un giro completo: su tía Irina lo lleva a presenciar la filmación, allí en Leningrado, de algunos exteriores de lo que terminaría siendo El acorazado Potemkin de Sergei Einsenstein. El impacto que produjo en el niño aquella filmación decidió el camino que adquiriría su vida, ya que se entregó con pasión al cine, como espectador, primero, y como estudiante años más tarde. A los diecisiete años tomó clases con el gran maestro que lo había introducido en ese maravilloso mundo, que en aquel universo revolucionario más que una fábrica de sueños era por sobre todas las cosas una herramienta revolucionaria privilegiada. Para los años siguientes del stalinismo, previos a la Segunda Guerra Mundial, Yuri se había formado como guionista y ya había intervenido en más de una producción, así como, a escondidas, como un designio de la sangre, se había formado en paralelo en las ideas anarquistas, a las que profesaba silenciosamente, en sutiles y crípticas metáforas y alegorías que se plasmaban en el montaje característico de la más pura cinematografía soviética. Algo de eso alcanza a verse en Surovov, película del año 1941 del gran Prudovkin, en la que Yuri Rasskazchik figura como colaborador en el guión.
Pero así como el lenguaje simbólico puede resultar eficiente a la hora de expresarse en un lenguaje cifrado, que a veces sólo puede ser comprendido años más tarde, el hecho de reconocer que el lenguaje artístico siempre tiene mensajes ocultos también lleva a los descifradores de claves a la desconfianza y al desarrollo de un arte augural mediado por la lente de aumento de la paranoia, especialmente en tiempos en que los enemigos de la revolución se esconden por todas partes, y a veces los peores son los que se disfrazan de amigos. Así es que Yuri no tardó en caer bajo sospecha, especialmente en los años del  comienzo de la Guerra Fría, posteriores al final de la gran conflagración europea. Desde ya, su pasado anarquista hereditario salió a relucir, y Yuri cayó definitivamente bajo sospecha ¿Qué destino podía caberle a un inminente enemigo de la revolución, en tiempos de purgas letales, que además era un promisorio guionista y seguro director de cine? Como en una profecía autocumplida, Yuri Mijailovich Rasskazchik huyó a Hollywood con la ayuda de algunos contactos en la Meca del cine que trataban de sumar aliados a la causa del “mundo libre” en su principal centro de propaganda. Yuri fue entonces recibido como un héroe, pero como si estuviera condenado a una auténtica maldición dinástica, como si un sino trágico pareciera condenarlo, no tardó en volverse sospechoso para los enemigos a los que su propia patria natal lo había empujado a servir. Corrían del otro lado del mundo, en el otro extremo de aquella gélida guerra, tiempos del macartismo, y era necesario andar con pies de plomo.
Como años antes le había ocurrido al gran inspirador de Yuri, el propio Sergei Einsenstein en su breve experiencia americana, las miradas desconfiadas del otro poder cayeron nuevamente sobre él. Rasskazchik tuvo entonces que hacer no pocos méritos para demostrar que se había convertido en un “buen americano” para no caer en las purgas censoras que el mundo libre proponía para liberarse del totalitarismo comunista que se camuflaba en supuestos amigos que terminaban resultando infiltrados para esta otra paranoia occidental. Es así que llegó a hacer una letra tan buena en sus escritos, llegó a demostrar tal fe de converso, que logró que le dieran su primera oportunidad como director y guionista. Y en realidad, al igual que en su etapa anterior, no era que él hubiera cambiado su credo, sino que lo seguía practicando de un modo críptico, sólo que ahora lo hacía en un medio quizás menos entrenado para las metáforas ideológicamente sutiles y exquisitamente artísticas. Fue así, entonces que llegó a concretar el proyecto de lo que sería su primera y única película: El Hongo. En principio, Yuri logró lo que muy pocos en aquellos tiempos y en aquél medio: la RKO le dio amplia libertad para la creación y la producción (que también correría por su cuenta) a cambio de un presupuesto increíblemente bajo para un proyecto muy ambicioso por otro lado, basado en los efectos especiales. Para este rubro Yuri contaba con un excelente equipo de miniaturistas y dibujantes, compatriotas emigrados y “disidentes” al igual que él, que trabajarían a un costo casi de esclavos en el país de la libertad. La jugada maestra de Yuri fue precisamente esa, en tiempos del apogeo del cine clase B y el surgimiento del “cine Z”. Rasskazchik tenía asegurada no sólo la posibilidad de filmar lo que se le antojase, sino que además contaba con una distribución asegurada por todo lo ancho y largo de los Estados Unidos, sin que la mirada de la censura y del temido Comité de Actividades Antinorteamericanas cayera sobre él, por tratarse la ciencia ficción de clase B de un género enteramente inocente, concebido para el entretenimiento más banal. La idea del guión parecía incluso a primera vista, una metáfora que alertaba sobre los peligros del comunismo, tal vez por eso, o quizás por cambios que parece haber introducido sobre la marcha Rasskazchik, pasó inadvertido el giro final que toma la historia.
El guión de El hongo era tan básico que puede resumirse a unas pocas líneas: en un pequeño pueblo del Sur de los Estados Unidos, un humilde aunque inescrupuloso granjero que cultiva hongos y algas alimentándolos con cierto tipo de fertilizantes que no debería utilizar, aspira accidentalmente una combinación de esporas que se sintetiza en su organismo como una nueva y poderosa variedad de hongo, pero que en principio no se detecta como lo que es. El nuevo hongo no tarda en invadir al hombre y desarrollarse rápidamente hasta matarlo, pero es confundido por su gran invasividad y por su morfología con un virulento cáncer de pulmón. Esta confusión provoca el descuido de los médicos del hospital, quienes en las horas posteriores a la muerte del hombre no se percatan de que el hongo es altamente tóxico y comienza a invadir al propio hospital, y en pocas horas al pueblo entero. Se trataba de hacer ver, mediante un sencillo montaje, a una mancha amorfa que silenciosamente se iba deslizando por el suelo, las paredes, los pasillos, las calles, y que iba matando a todo lo que se encontraba a su paso. La mancha micótica se iría transformando con el correr de las secuencias en una inmensa masa amorfa y silenciosa, que provocaría el terror cinematográfico con el sonido de los estragos que produciría gracias al trabajo visual de los miniaturistas: el sonido del hongo eran las maderas quebradas de las casas que el gigantesco monstruo devoraba aplastando a su paso, los gritos apagados de la multitud que le servía de alimento, los estallidos que la informe criatura ahogaba en su avance implacable. Al cabo de unos pocos días, el hongo comienza a esparcirse por el territorio norteamericano, de Sur a Norte, como si se empeñase exclusivamente en destruir a la cabeza del mundo libre. En el tiempo en el que torpes remedos de científicos pueblerinos tardan a darse cuenta de que se trata de una formación micótica, la extraña y desconocida hasta entonces forma viva, arrasa miles de kilómetros cuadrados, hasta que el asunto se transforma en una verdadera emergencia nacional. Hasta allí, nada que no sea previsible en este tipo de películas. Pero contra lo que se podría suponer, a partir de este momento no entran en acción los helicópteros, ni los tanques, ni los bombarderos del victorioso ejército de la gran democracia occidental, ya que se comprueba que el hongo se defiende lanzando grandes cantidades de esporas y gases venenosos cuando es atacado de manera violenta (a la vez que ello hubiera significado un aumento considerable del presupuesto).  Al cabo de algunas escenas de destrucción, pánico y desesperación masiva, un científico de acento extranjero, presumiblemente ruso disidente como el propio director-guionista-productor, descubre que sencillamente los hongos mueren pasiva y silenciosamente cuando se ataca su acidez con alguna sustancia que lo alcalinice, como puede ser, por ejemplo algún tipo de sal como el bicarbonato de sodio. La solución para la ficción es de tan bajo presupuesto como la película misma, aunque para esta altura hará falta producir una inmensa cantidad de un cóctel de sales para derrotar al gigantesco hongo asesino.
En el guión original, el héroe de la historia es un joven bioquímico del hospital del pueblo sureño, uno de los dos únicos sobrevivientes de la catástrofe original, quien a su vez salvó a la bella enfermera del hospital que le hizo caso y que es, a la sazón, la otra sobreviviente. El héroe, Mike (¿una críptica referencia nominal al padre de Rasskazchik e incluso al padre del anarquismo, Mijail Bakunin?), es ignorado por el ignorante populacho pueblerino cuando propone que se trata de un mega-hongo, y huye a tiempo del pueblo junto con la chica a buscar el auxilio de su maestro, que no es otro que el científico de acento ruso llamado Krischaszak, un claro anagrama del apellido del director. Mike y Helen (claro está, el nombre de la madre de Yuri), la enfermera, le muestran a la humanidad el camino de la victoria interponiéndose junto con el Profesor “Kris”, como lo llamaban familiarmente al profesor sus discípulos, en el camino del hongo asesino, estableciendo una “ruta ácida” por donde el hongo se dirigiría, y le cruzan en su camino una montaña de sales alcalinas que obliga al hongo a retroceder y darle la primera victoria de este modo al mundo civilizado de la humanidad occidental. El proyecto original terminaba con la batalla final, en la que en la construcción del gran dique de sales alcalinas que  se le antepone en el camino el gran hongo, muere el Profesor Kris sacrificándose por la humanidad mientras nuevamente Mike y Helen salvan su vida de milagro para que el mundo libre conozca las últimas palabras del Profesor Kris: “estamos rodeados de inocentes formas de vida que pueden mutar para transformarse en fuerzas enteramente destructivas. Lo que alimenta a estas fuerzas no es otra cosa que la corrupción del alma humana que no duda en destruir toda forma pura de vida con tal de alcanzar sus crueles objetivos.”
La película se estrenó en 1952 con este guión, y tuvo una modesta aceptación, aunque una oscura controversia condenó al olvido a su realizador y culminó con su promisoria carrera de director de cine clase B. Se dice que a lo largo del rodaje del film, el director y guionista fue introduciendo inexplicables y sustanciales cambios a la historia, y que esta había sido la primitiva intención del director anarquista ruso. En la versión del director se descubría los de las sales alcalinas, pero esto provocaba una maniobra especulativa en el mercado, y los precios de las sales se disparaban. Sin la necesaria intervención del estado, que nada podía hacer para frenar la especulación para no atentar contra la libertad de mercado, sólo los ricos podían pagar la sustancia que frenaba y mataba al hongo. De este modo la capacidad de adaptación y reconversión de la emprendedora burguesía capitalista norteamericana, le marcaba el camino al hongo, que destruía las poblaciones pobres e improductivas que encontraba a su paso, tierras que posteriormente se cotizarían a un altísimo precio, debido a que al cabo de unos años del paso del hongo esas tierras se fertilizarían hasta un punto impensado, por lo cual a la limpieza social y étnica que el higiénico hongo provocaría en principio, le seguiría un notorio negocio en bienes raíces que se transformaría más tarde en una explosión productiva de materias primas que fortalecerían a la industria norteamericana, que a su vez era fundamental para la supervivencia del mundo civilizado de la posguerra. El Profesor Kris se opondría enérgicamente a este plan, y arrastraría en su lucha por frenar el avance del voraz hongo capitalista a Mike y Helen, pero una hábil trampa puesta por los fabricantes de sales los llevaría a los tres al martirio, no sin antes dejar documentos que algún día se descubrirían y contarían lo que realmente había pasado. En esos documentos, estaban escritas las palabras del profesor Kris, que en este contexto adquirían otro significado completamente distinto.
Si bien Yuri pudo filmarla íntegramente, los productores ejecutivos de la RKO intervinieron el proyecto antes de su estreno, contrataron a un desconocido director norteamericano para que realice un nuevo montaje y agregue algunas secuencias adicionales y destruyeron las tomas sobrantes que había agregado Yuri. La película se estrenó con el nombre de este director, y Yuri figuró como guionista, siendo ésta una cruel y sutil manera de castigarlo, haciéndolo aparecer como un converso que había utilizado sus dotes alegóricas para ensalzar al capitalismo a través de una metáfora toscamente anticomunista. Luego de esto, se le ofreció un “trato humanitario”: se lo despediría sin hacer ruido de la RKO, aunque con una satisfactoria indemnización: una austera pensión de por vida en un lugar fuera de los Estados Unidos. Rasskazchik se vio obligado a aceptar este humillante trato a cambio de su propio silencio, que a su vez aseguraría que no lo entregasen al Comité de Actividades Antinorteamericanas, el cual seguramente lo hubiese deportado a la Unión Soviética, donde sin dudas habría sido ejecutado de inmediato. Así es que Yuri vivió el resto de su vida en el anonimato, en México, en un humilde departamento del Distrito Federal, a unas pocas cuadras de una biblioteca adonde dicen que acudía a leer libros sobre anarquismo todas las tardes, pero nunca jamás volvió a relacionarse con nada que tuviera que ver con el cine. Hay quien dice incluso que el mismísimo Luis Buñuel, durante su largo exilio mexicano, quiso tentarlo para que fuera colaborador suyo, a lo que Yuri se negó rotundamente. Es claro que si confirmaba la verdadera historia de El hongo, la RKO le hubiera retirado la modesta pensión. Aunque la RKO fue adquirida en 1958 por la Paramount, el trato se mantuvo incólume. Se contaba también que a veces lo atormentaba la idea de que si el caso tomaba cierta notoriedad Stalin lo mandara a asesinar como había hecho en su momento con Trotsky, salvando las distancias. Era una idea francamente ridícula, ya que nadie se enteró en Moscú de la existencia del hongo, y desde ya que en la guerra fría había otro tipo de preocupaciones más acuciantes que la propaganda capitalista que podría haber hecho un extemporáneo disidente anarquista a quien ya nadie recordaba y ni siquiera sabían ya de su existencia.
Sin embargo, la historia adquiriría un nuevo giro tras el fin de la guerra fría: poco antes de morir, en el año 1991, Yuri Rasskazchik le contó todo lo ocurrido a un nieto suyo historiador doctorado en la UNAM, hijo de una hija suya nacida en México, un joven de apellido Acevedo, y de nombre Miguel, como su bisabuelo anarquista. El ignoto e insignificante secreto, conservado como ningún otro durante la guerra fría, salía inesperadamente a la luz y cobraba inusitada notoriedad. Había incluso pruebas documentales inobjetables: la primera era el guión original de El hongo. La segunda prueba era el diario de Yuri, donde contaba paso a paso todas sus desventuras con la RKO, el trato, la humillación, el silencio. Miguel Acevedo se lanzó entonces, sin dudarlo, a revelar la historia a la prensa para rehabilitar la imagen de su abuelo y denunciar no sólo la crueldad del régimen caído, sino también la hipocresía del cruel capitalismo triunfante, que en nombre de la defensa de la libertad había arruinado la vida de un adelantado a su tiempo. Ya nadie quedaba vivo de la producción original de la RKO, tampoco la Paramount se preocupó mucho por desmentir algo que ponía en tela de juicio a la desaparecida compañía. No quedaban dudas de que la película era una potente alegoría contra el capitalismo que superaba a todas cuantas habían surgido con posterioridad a la época de las listas negras. Pero además Rasskazchik se revelaba ante los ojos del mundo como un precursor de grandes cineastas del cine clase B, como Roger Corman o John Carpenter. De pronto el viejo Yuri pasaba de ser un cobarde y oscuro traidor, a sus ideas, a su patria y hasta incluso a quienes lo habían cobijado en su traición, para ser un mártir del autoritarismo burocrático de una revolución que había traicionado sus propios ideales y del capitalismo hipócrita que había intentado erigirse como el adalid de la libertad. Una justa recompensa para un anarquista que sacrificó finalmente su vida a los dos poderes que se disputaron el mundo durante todo el siglo XX.
Hay, sin embargo, algo que nunca jamás, bajo ningún concepto, Miguel Acevedo, quien prepara su segundo libro sobre el tema (con el primero ganó lo suficiente como para vivir por el resto de sus días como un burgués respetable), nunca revelará, porque al descubrir la verdad definitiva comprendió que si la revelase no sólo traicionaría la memoria de su abuelo y su perfecto plan anarquista a largo plazo, sino que además perdería todo lo que el mismo Miguel había ganado como justa herencia de un abuelo que mostró su desprecio al capitalismo legándole a su nieto una vida de lumpen que puede gozar de la burla más refinada para el sistema al que verdaderamente había despreciado durante toda su existencia. Después  de todo, vivir de una mentira es absolutamente justo para quien había considerado toda su vida al capitalismo como el más mentiroso de todos los sistemas que pudieran haber existido en la historia de la humanidad. Y lo cierto es que la historia de Yuri era falsa, y eso es lo que Miguel Acevedo nunca va a revelar. Poco después de la muerte de su abuelo, Miguel Acevedo estuvo a punto de revelar la historia tal como la recibió de él. Pero algo, tal vez su formación académica o su simple instinto de historiador, lo hicieron dudar de unas cuántas cosas. Comprendió que no le parecía creíble la versión de la pensión vitalicia y el obediente silencio de su abuelo, que en efecto, nunca había existido, sino que se trataba de una original indemnización de la RKO, seguida de una pensión por invalidez que tramitó algunos años después en México. Seguidamente, sometió a peritajes (sin revelar de qué se trataba), al guion y al diario, para determinar la antigüedad que tendrían. El resultado fue sorprendente: el guion de El hongo databa presumiblemente de 1946, es decir que había sido escrito en inglés (lengua que Yuri había aprendido antes de refugiarse en los Estados Unidos) en la Unión Soviética. El diario, en cambio, se había escrito entre 1989 y 1992, y había sido “avejentado” con métodos caseros para amarillear sus páginas. Ambos estaban escritos, eso sí de puño y letra de la misma persona, Yuri Mijailovich Rasskazchik. Esa diferencia en las fechas le permitió a Miguel Acevedo comprender la verdadera construcción de la mentira de su abuelo: cuando Yuri decidió abandonar su país, ya tenía escrito ese guion para presentarlo en su país de refugio, pero claro está, nunca podría filmar esa historia  contra el capitalismo allí, y tampoco podría hacerlo en su país, en donde ese tipo de cine hubiera sido considerado una simple fantasía pequeño-burguesa que no respondía a la estética del realismo socialista que se planteaba desde las altas esferas del polit buró. La curiosa solución consistiría entonces en no filmarlo nunca, hacer una versión pervertida y amañada del guión original, para después crear la leyenda del filme prohibido cuando fuera el momento oportuno. Yuri, sabiendo que su película era imposible de filmar, decidió crear un mito paciente alrededor de ella, crear una película imaginaria, que seguramente sería infinitamente mejor de lo que hubiera sido la real. Filmó entonces la versión “B” de El hongo, y antes de culminar el rodaje se desvinculó del proyecto, quizás presionando con revelar el guion original, consiguiendo que la RKO lo indemnizara como si en realidad lo hubiese despedido, en una cantidad tan generosa como para poder comprarse un departamento de mala muerte en el DF, en donde no tendría dificultades en tramitar algún tipo de pensión en su carácter de doblemente refugiado. Cuando se presentara la oportunidad (que quizás tardó más de lo esperado), fraguaría el diario que sería la otra prueba de la historia, al menos para meterlo en ella a Miguel, su nieto historiador. Lo demás vendría solo: la lectura del guion, la comprensión de la importancia que podría tener la revelación, el saber que la película se adelantaba a su época. Miguel comprendió también que su abuelo sabría que él descubriría la falsificación como lo haría cualquier historiador medianamente entrenado, pero que también comprendería su plan de la película falsa e imposible, y el potencial que había en ella como multimillonaria estafa y consecuente burla al capitalismo al que Yuri había odiado durante toda su vida, más aún que al stalinismo que hubiera terminado ejecutándolo tarde o temprano si no abandonaba su país natal.
La Paramount no solo no se preocupó por desmentir el fraude, sino que en la actualidad desempolvó a la vieja película olvidada y se prepara para hacer una “versión del director”, con la ayuda de los medios electrónicos con los que hoy en día se cuentan, que seguramente será un éxito por el emotivo mito que arrastra en su falsa historia. Y mientras tanto, Miguel prepara su segundo libro, una biografía de su abuelo, un adelantado a su tiempo a la vez que un olvidado, que llevará por título El hombre que peleó contra todos, y ya negocia la filmación de la remake de El hongo, convertida esta vez sí en una superproducción.
Después de todo, como ya se ha dicho, que una historia sea falsa es algo absolutamente irrelevante, quizás gran parte de la historia humana lo sea, y eso no cambia al presente de ningún modo, quizás porque la Historia sea eso, sólo historias.



Alejandro Lunadei, 21.08 del 14/04/13, en Pilar.





viernes, 30 de diciembre de 2011

Los viejos años nuevos

Sé que se trata de una entrada extensa, pero por tratarse de un posible regreso, sabrán tolerarla. Dedico estos recuerdos a todos aquellos que son mencionados en esta evocación, sin quienes nada habría para contar. Y a la vez, dedico este regreso a aquellos fieles lectores y amigos que han seguido y visitando y dejando saludos en estos largos meses de abandono de este blog. Aquí me encuentro entonces, sacando telarañas y retornando a las viejas y queridas evocaciones.



Tengo un sobrino italiano, bastante a dado a vivir con comodidad dentro de su cascarón, que enterado en su muy tardía infancia de que el planeta en el que vive está formado por dos hemisferios, aún hoy no puede comprender por qué en esta parte del mundo es verano cuando allá, en su Roma natal es invierno. Es más, estuvo en Argentina, en nuestra casa, en pleno invierno crudo, mientras Roma era atacada por un verano hirviente, y aún así todavía no comprende cómo festejamos las navidades y años nuevos en verano. Curiosamente, a mí se me ocurrió siempre ver las cosas de manera inversa, a riesgo de caer en el etnocentrismo: es sumamente ordenado y práctico vivir el calendario de acuerdo a las estaciones, que el año comience con lo que aquí en el Sur sucede a las fiestas: las vacaciones de verano. Por esta parte del mundo nadie puede imaginarse una primera semana de enero sin masas familiares emigrando a destinos turíticos. Si se me permite, me parece que eso le confiere a nuestras fiestas un sabor victorioso y eufórico que no me imagino en el hemisferio Norte: si este poder de este mundo está hecho para ellos, el calendario está hecho para nosotros. Un ejemplo de una festividad extinta de mi vida adulta e imposible de resucitar: en la mañana de Reyes, al encontrar el regalo en los zapatos, muchas veces experimentábamos enormes emociones relacionadas con el verano: juegos para la playa como un equipo de pelota a paleta, o alguna vistosa remera veraniega. El mejor regalo que recuerdo en la primera infancia fue una pileta de lona que sobrevivió años armada en la terracita de la casa de mi abuelo materno, Tata para sus cinco nietos, en el barrio de Floresta. Nos fuimos a dormir mi hermana Maysa y yo como si nada, y al despertar había una pileta armada y al tope de agua cristalina para salvarnos esos largos y calurosos veranos de niños de ciudad sin parque.
Pero el tema no es la fiesta de reyes, que cerraba sin estridencias el ciclo de Las Fiestas de fin de año, iniciado estruendosamente por la navidad, el tema que invoco en esta ocasión es la que originalmente ocupaba el centro y ahora es el cierre: el año nuevo, festividad que para este matrimonio Lunadei tuvo siempre un tratamiento especial. Ocurre que es un clásico matrimonial el conflicto entre parejas por las disyuntivas de con qué familia pasar las fiestas, si la de ella o la de él, o al menos, cómo repartirse. En nuestro caso, si bien llevamos 25 años de casados, nuestros respectivos padres y madres se separaron, lo cual hacía el dilema imposible de resolver, ya que como se podrá imaginar se trata de repartir dos fiestas entre cuatro. Lo resolvimos de un modo salomónico: mi papá ignoraba las fiestas, tanto la navidad como el año nuevo, y mi suegro siempre fue poco demandante, por lo tanto, la cuestión quedaba entre las madres: navidad con mi suegra, que siempre viajaba a Río Grande, Tierra del Fuego, a visitar a mi cuñado Leonardo, su hijo menor que reside allí desde hace casi 30 años. Esto garantizaba la concurrencia de mis otros dos cuñados con su respectiva prole, es decir, navidad con ocho niños de edades cercanas, diversión, emoción y ternura aseguradas. Año nuevo quedaba entonces para mi mamá, pero debo confesar que rompimos esta regla, y he allí lo emocionante, de algún modo. La concurrencia de otros factores como el comienzo precoz de vacaciones y la distancia, nos llevaron a imponer una tradición alternativa: el año nuevo con amigos, y muchas veces, demasiado lejos de casa. Confieso que hay en el origen de este gesto algo de rebeldía pagana: como buen ateo escéptico que soy, el año nuevo guarda algo de supersticiosa sacralidad: es el comienzo de un nuevo ciclo, y entonces ritualizamos la ilusión de ponerle energía al comienzo para que el resto se contagie de lo bueno del primer instante. Aunque esto no sea una regla científica (a hermosos años nuevos les han seguido años desastrosos, y viceversa), la superchería sirvió al menos para alimentar el anecdotario.
Es por eso que nuestra colección de años nuevos únicos es tan variada que se nos hace muy difícil calificarlos y valorarlos: el más exótico fue sin dudas el que pasamos en Jerusalén, donde no se festeja el paso del año viejo al año nuevo, es simplemente una noche más. Para colmo, el año que nos tocó a nosotros era Sabbat, por lo que la ciudad estaba sumida en un profundo silencio y descanso, y además nos encontrábamos de visita en casa de un amigo seminarista rabínico que compartía con otro seminarista el departamento. Si bien no eran fundamentalistas ni fanáticos religiosos (se puede ser dignatario religioso sin ser un fanático, tal es el caso de nuestro amigo Javier), el otro seminarista que era un poco más ortodoxo, a quien por simpatías futbolísiticas (era hincha de San Lorenzo) le llamaban “el cuervo”, estaba en una etapa que podríamos denominar como de “rebeldía cultural”, y se quejaba de que en su familia siempre se habían festejado las fiestas cristianas, y por lo tanto quería pasar por alto el festejo de la navidad … y también cayó en desgracia el pobre año nuevo. La cuestión es que Cuervo y su novia Debby decidieron irse a dormir antes de la medianoche, lo que no sólo redujo el festejo a cinco personas (nosotros cuatro y Javier), sino que además, nos obligaba a cierto recogimiento. Desde ya, no somos adeptos a la pirotecnia, y si lo fuéramos, no lo haríamos en Jerusalén, donde el estallido de un petardo podría confundirse con el de una bomba. Descartemos por consiguiente todo espectáculo de fuegos artificiales, y sumemos el brindis en voz baja. Para colmo, durante el Sabbat los judíos practicantes (conservadores u ortodoxos) no pueden encender ni apagar luces, por lo cual utilicen un timer que programa las luces para que se apaguen solas. Ante la escasa participación y entusiasmo que despertaba la celebración, armamos la mesa de año nuevo lo más cercano posible a la tradición estival argentina (platos y bebidas espumantes frías, pasas de uva, nueces y castañas para después de la medianoche), y programamos las luces para cortarse a la 1 de la madrugada. Pero el sabotaje a nuestra tradición pagana, que paradójicamente se volvía el epítome de lo cristiano en aquél sólido bastión judío, llegó al colmo cuando resultó que el dichoso temporizador de las luces funcionaba mal, y en lugar de cortar las luces a la hora señalada lo hizo una hora y diez minutos antes, por lo que cuando estábamos haciendo los preparativos para el brindis nos sorprendió la más repentina y profunda de las penumbras, y decidimos salir a la calle desierta, donde había más luz que en el interior del departamento. Al menos dejamos inmortalizado esta especie de “no año nuevo” en un video hogareño que alcanzamos a grabar para documentar esta desolación absoluta, en el que nos divertimos sobreactuando la tristeza y la nostalgia que nos despertaba esa novedosa y particular experiencia antropológica que terminó resultando tan curiosa como exitante.

Pero así como ese año nuevo, el del ’94, fue exitante, el del ’98 fue inolvidable, viéndolo a la distancia, por cómo supimos transformar las dificultades en una serie de anécdotas y recuerdos que hicieron mucho más divertida a la reunión. Para empezar, logramos combinar y ponernos de acuerdo dos matrimonios (nosotros éramos en es momento los únicos con hijos) y un amigo soltero, para viajar a Colonia, República Oriental del Uruguay, acampar en el viejo Camping Municipal, y festejar bajo las estrellas, a cielo abierto, la amistad y la esperanza por el año que comenzaba. El tema del momento era una extrañeza climática que dicen que se repite desde que el mundo es mundo, pero que desde entonces tuvo nombre para nosotros: la Corriente del Niño. Ese año este fenómeno meteorológico hizo estragos, provocando fuertes tormentas de verano que arreciaban sobre los suelos resecos por las altísimas temperaturas, derramando sobre ellos en un día lo que solía caer en un mes. La sensatez hubiera indicado otros planes desde el inicio: el confort de un hotel, la calidez de una posada. Pero el instinto tribal de confirmar los lazos y compartir los sueños junto al fuego ritual pudo más, y los planes no se pusieron en duda en ningún momento. Partimos desde el puerto de Buenos Aires una mañana de 31 de diciembre con cielo tormentoso. Al llegar a Colonia el cielo se abrió, el valiente Miguel preparó un asado liviano, que preanunciaba el de la noche. Acampamos en tres parcelas vecinas, en un sitio que parecía tener similares condiciones ante la posibilidad de tener que resistir las inclemencias del tiempo en carpa. La tarde transcurrió con un sol intenso que invitaba a la siesta. Después vendrían las compras para el gran asado nocturno. Recuerdo que en vez de dormir, me dediqué a la inoportuna lectura del poema de Gilgamesh, el héroe que parte en busca del secreto de la inmortalidad, que es conocido por Utnapishtim y su esposa, los únicos sobrevivientes del diluvio universal. Mi lectura del poema llena de referencias a las aguas y al diluvio pareció convocar a las nubes primero, al viento más tarde, y finalmente a las primeras lluvias finas y penetrantes que nos obligaron a apurar la siesta y a cambiar de planes para esa noche. Contábamos con un auto chico, el Fiat 147 de Miguel, para movernos siete seres humanos. Es cierto que mis hijos, Lautaro y Maggie especialmente, eran tamaño small, pero debemos admitir que ya por entonces Leandro era un XXL (de alto y ancho), Miguel no es precisamente menudo, aunque por lógica ocuparía una sola plaza por ser el único conductor posible, por lo cual, la única distribución posible en el reducido vehículo era: adelante Leandro y Miguel, atrás los otros cinco, es decir, Lilian y Yoli, el que suscribe y ambos niños sentados “a upa” de los padres. En estas condiciones salimos a capear el temporal que se iba levantando de a poco, buscando como Gilgamesh, sólo que algo más terrenal: un restaurante que estuviera abierto esa noche, con ligar disponible y a un precio que no fuera exorbitante. Encontramos un hermoso Torreón frente al río que nos acogió a la altura de nuestros bolsillos. La hacinada búsqueda de refugio dentro del auto fue amenizada por la repetición hasta el hartazgo del estribillo de una cumbia escuchada en la única radio que captaba el autoestéreo, una vieja cumbia, creo que de Los Wawancó que repite una y otra vez “y tu me dices que no va, no va, no va, que ya no me quieres, y yo te digo que sí va, sí va, sí va, que por mí te mueres …” Este rítmico y optimista estribillo se transformó en algo así como nuestro grito de guerra, y lo entonamos bajo la tormenta, a voz en cuello, los siete integrantes compactados del vehículo, niños risueñamente incluidos. Cuando nos cansábamos de repetir el estribillo yo rompía con una frase acuñada al calor del momento: “… y ahora nos vamos todos a correr en pelotas por el río …” Nuestras risas de borrachos felices (estando absolutamente sobrios) contrastaban con el cuadro del exterior tormentoso que había transformado al escenario estival de la siesta en un otoño crudo y gris.
La noche en el restaurante del Torreón fue de ensueño, más allá de las goteras que obligaron a correr la mesa medio metro de lugar. A las doce de la noche en punto, hora uruguaya y argentina, descorchamos el triunfante champagne olvidando felices la frustración del asado, nos levantamos de la mesa para abrazarnos y salimos a la explanada del torreón para ver los fuegos artificiales. Nos encontramos con un espectáculo inesperado: el cielo plomizo y cubierto por completo enmascaraba, reflejaba y multiplicaba los resplandores de todos los fuegos artificiales de la costa bonaerense argentina. Fue como si de pronto tomáramos conciencia de que, aunque muy cerca, no estábamos en nuestro país, y nunca habíamos visto ese espectáculo, digamos, desde otro cielo. Lo que vimos fue cómo una silenciosa aureola boreal, de esplendores fugaces y variados, una paleta que combinaba el conjunto de pirotecnias  muy distantes entre sí. De pronto me sentí por un segundo como un nostálgico desterrado cercano, aunque todos hubiésemos elegido estar allí, verdaderamente aunque tronara o lloviera. En medio de ese éxtasis, de ese espectáculo hipnótico, una mujer pasó revoleando sobre su cabeza una tira de chispas de colores, todo era una cuadro vivo y colorido en medio del respiro que la tormenta le cedió al año nuevo.
Allí no terminaría aquel comienzo del ’98, el más singular de todos los que recuerde. Del restaurante del torreón nos fuimos a la playa, y de allí, volvimos al camping. Seguimos brindando y conversando bajo el cielo cubierto de nubes oscuras. Poco a poco, fueron cayendo bajo el poder del sueño los primeros, y Miguel y Yoli se retiraron a su carpa; Leandro y yo estábamos dispuestos a reditar otro memorable año nuevo de años atrás, en el maravilloso field de un tradicional, típico y  prestigioso colegio angloargentino (donde vivía y trabajaba mi suegra, a quien en vacaciones le cuidábamos la casa), un lugar de película al estilo La sociedad e los poetas muertos,  en el que terminamos jugando al TEG completamente borrachos, y tirados al piso de la risa, literalmente hablando. Conciente de nuestra poca disposición a terminar la esa noche antes del amanecer, Lilian decidió meterse con los chicos en la carpa para dormir. Era nuestra primera experiencia de campamento familiar, con una carpa prestada que era de mi mamá. Quiero decir con esto que no habíamos hecho ningún control de calidad ni ensayo previo. La cuestión es que cuando Lilian y los chicos entraron a la carpa, escucho su voz (y las vocecitas de mis hijos) iniciando una preocupada deliberación que arribó a un rápido diagnóstico indubitado: “está mojado”. Desde afuera miro a las otras carpas incólumes ­­–de hecho Miguel y Yoli dormían tranquilamente desde hacía un rato- y expreso mi escepticismo con un lacónico “no puede ser, es la condensación de la humedad ambiente”. Lilian un tanto ofuscada pasó al empirismo, sacando una bolsa de dormir empapada para que yo la palpara. La carpa estaba traspasada por el agua desde el piso, imposible dormir allí. Leandro, valiente socio en la adversidad, me acompañó a la administración a buscar una solución, y allí nos acomodaron en una diminuta cabaña con techo de paja, por donde entraba el frío por todos lados. Yo estaba con la cabeza recién afeitada (cosa que suelo hacer todos los fines de año, por razones de comodidad), y tuve que envolverme en una pañoleta palestina que había comprado en aquella otra ocasión en Jerusalén, y que resultó entonces de gran utilidad; Lilian, que es muy impresionable y desconfiada con las condiciones de limpieza de lugares transitorios, hizo dormir a los chicos vestidos, al igual que ella, envueltos en mantas propias que habíamos podido rescatar secas. Al día siguiente, cuando fuimos a la proveduría con Leandro en busca de averiguar de qué provisiones podríamos disponer para sobrevivir el primer día del año, nos encontramos con que no había nada digno de poner sobre la parrilla, ya que no disponíamos de elementos como para improvisar un guiso. Cuando estábamos esperando apareció un personaje gigantesco que hacía zanjas y mantenimiento de instalaciones del camping. Dejó su pala a un costado, pasó del otro lado del mostrador, posó con firmeza un vaso de trago largo, tomo por el cuello a una desprevenida botella de whisky, llenó el vaso casi a tope mientras quebraba con la otra mano una gran piedra de hielo del congelador y la encestaba dentro del vaso. Trago a fondo blanco sin respirar, y a seguir con la faena. Al regreso de nuestra fracasada misión sin existencia de víveres de ningún tipo, cruzamos nuevamente al personaje cuando veníamos comentando la proeza de resistencia alcohólica vista minutos atrás. El gigante encaró hacia nosotros, y debo confesar que el hecho nos cohibió, pensando que quizás adivinaba el tema de nuestra charla por nuestros gráficos gestos de reproducción de la escena. El hombre nos preguntó sin vueltas si a nosotros se nos había inundado la carpa el día anterior. Confesé, con la vergüenza de suponer que nuestra impericia para encontrar lugar de acampe apropiado era el corrillo de todo el camping, que efectivamente éramos los anegados, y el descomunal me dijo que no me tenían que cobrar la cabaña, que vaya de su parte a avisar en la administración. No recuerdo su apodo, pero mi memoria prefiere recordarlo como El Chiqui. Hicimos caso de inmediato, volvimos sobre nuestros pasos esgrimiendo que había dicho el Chiqui que no nos cobrasen, y la palabra del Chiqui resultó ser palabra santa, y así quedó compensado el accidente. Buen comienzo de año, aunque el resto del año no fue tan bueno que digamos. La aventura continuo saliendo a buscar comida para el almuerzo y la cena de un 1º de enero feriado como pocos. Miguel y yo salimos en misión sagrada a conocer los rincones más rurales de la pequeña Colonia del Sacramento. De pronto, avizoramos una carnicería cerrada, en donde unas personas abrían los candados de las puertas, sacaban las rejas, abrían las puertas e ingresaban al bendito local. Sabíamos que alguien aprovecharía el feriado para vender algo que le hubiese quedado, tenía que ser así porque dependíamos de esa débil esperanza. Entramos atropelladamente, detrás de ellos al local y les dimos el susto del año, por un segundo pensaron que era un asalto, ya que pasaban por el lugar a retirar algo que necesitaban (presumiblemente carne), para su pasar el día. Les rogamos que nos vendieran lo que fuera, nuestra subsistencia dependía de ello. Se apiadaron de nuestra desesperación y nos vendieron buena carne que tenían a mano a precio de lista. En fin, un primero de enero perfecto, a pesar de los caprichos de El Niño. El 2 de enero Miguel y Yoli regresaron a la patria que los vio nacer, permanecimos otro día paseando por Colonia con Leandro, hasta su regreso a Buenos Aires y nuestra partida a al camping de Punta Ballena, a visitar a mamá, la dueña de la carpa. Alli otra vez se nos inundo, aunque esta vez fue peor. Otra vez nos tuvieron que reubicar (nos cobraron igual, aunque con un generoso descuento), y la culpa, ante todo resultó ser de la carpa, que tenía unos visibles agujeros en el piso. Mamá, que era tan buena como cabeza dura, insistía con que lo que veíamos en el piso eran manchas y no agujeros, si esa carpa era tan buena que en campamentos que ella había hecho años atrás habían pasado días enteros de lluvia sentados con las sillas y con la mesa de camping armada adentro de la carpa. Era evidente que en esa misma ocasión habían agujereado el piso de la carpa, pero ¿para qué discutir inútilmente con mamá? Esas vacaciones, a continuación de ese año nuevo, fueron igualmente únicas, y El Niño fijó finalmente su impronta en este recuerdo.
El vikingo Leandro, según foto oficial de la insigne Universidad de Heidelberg


Claro que hubo otros años nuevos antes y después que aportaron lo suyo: años antes, en el pequeño departamentito de Olivos, el año nuevo en el que Miguel apuntó todo su pirotecnia contra la vieja cupé Chevy que mi pobre vecino de abajo había dejado durante meses tirado en la vereda del edificio. El vecino, que había pedido que tengamos cuidado con el auto inerme, tuvo que contemplar la locura piromaníaca de mi amigo, y lo soportó estoicamente (sabía que era él el que estaba en falta), aunque sufría cada detonación que sonaba cerca del auto. Ese mismo año nuevo, Leandro se ganó el apodo de “vikingo” inmortalizándose en un fotografía usando el casco de cuernos, el peto y la espada del disfraz de carnaval del pequeño Lautaro. Recuerdo, años más tarde, un 1º de enero en una quinta con una gran pileta y casi todos los amigos dispersos y rencontrados de aquellos tiempos. Más tarde vendrían los años nuevos alocados en nuestra increíble y circunstancial casa del lago, con los Segura, especialmente ese fin de año que se prolongó los días siguientes, con el matrimonio y sus dos pequeñas hijas acampando en nuestro gran parque (digo nuestro, aunque básicamente fuera casi una casa prestada en la que vivimos más de tres años). Esas tardes de principios de enero transcurrieron tomando un buen champagne nacional muy barato (eran los tiempos de la gran crisis posterior al 2001), el Dancer, que se enfriaba en cantidad en la heladera mientras con Alejandro reclamábamos a nuestras solícitas damas “llegó la hora de otro bailarín”, y el champagne frappè llegaba al borde de la piscina transportado por esas encantadoras manos atentas. Durante nuestros años de casa junto al lago propio, anclamos en ese paraíso, y cuando llegó el tiempo de la mudanza, nuestros amigos habían emigrado a diferentes destinos: Leandro a Heidelberg, Alemania, desde el 2000 (te debo un año nuevo en tu casa, hermano), Los Segura en San Rafael, Mendoza, desde el 2004, Miguel y Yoli (ya con sus pequeños Franco y Anita), en Bariloche desde un año antes. Desde la partida de nuestros compañeros de año nuevo, nos fuimos alternando en visitas y vacaciones, y así despedimos años más de una vez tanto en San Rafael como en Bariloche, asando lentamente, como un experto que es el Ingeniero Segura, sus clásicas bondiolas traídas por mí desde Buenos Aires al pie de la cordillera, o devorando sabrosos curantos patagónicos en Bariloche con Miguel, Yoli y su prole, aunque confieso que soy el único entusiasta del curanto en la familia. Recuerdo especialmente aquél 1º de enero de un sol intenso practicando navegación en kayak a orillas del lago Nahuel Huapí, en un camping camino a Villa La Angostura.
Otros años nuevos más recientes nos obligaron a anclar más cerca de Buenos Aires: cuando la salud de mamá cayó en la maldita enfermedad contra la que tan gallardamente luchó, volvimos a los viejos años nuevos familiares junto a mamá y su inseparable y querido Lucas: merece especial recuerdo el del 2007, acompañados por nuestros hijos, en el restaurante Le Famiglie del barrio de Monserrat, cerca de su casa, primera vez que lo pasábamos en un restaurante en Buenos Aires. Ese día vivimos la frustración de las calles desiertas después de la medianoche, en las que con los únicos que nos cruzamos fue con un grupo de belicosos brasileños que entonaban a los gritos cantos ofensivos contra Maradona. Casi terminamos en un incidente internacional, evitado por la afectiva intervención de mi santa madre. Luego de eso, también mis hijos siguieron la ley familiar de pasar el año nuevo con amigos. Eso nos llevó a pasar un año de nuevo de “luna de miel” hace dos años en la costa atlántica bonaerense, días antes de que Lilian enfrentara una operación que afortunadamente no pasó de un susto mayúsculo pero tomado a tiempo. Ese año nuevo estuvo marcado por la resistencia y la esperanza, más allá de que el año fuese tan duro como lo esperábamos, pero el mar coronado por los fuegos artificiales y una inolvidable batucada callejera, renovaron los votos y ayudaron a capear otros temporales.
El año nuevo pasado volvimos a San Rafael, y sumamos recuerdos para un anecdotario que sólo nosotros comprendemos, y este año pensábamos pasarlo otra vez por allí con los Segura, los Aracama desde Bariloche, y sumándose nuestro trasandino y rencontrado Hernán, más otros posibles amigos igualmente rencontradas que se sumarían al festejo, pero infinitas molestias y contratiempos de último momento nos cambiaron varias veces los planes. Habiendo sido siempre previsores y organizados para la cuestión, esta vez decidimos recién ayer pasar en casa el año nuevo, junto a mi suegro Alberto, su esposa Nélida y nuestro hijo Lautaro, que oficiará de asador. Y después, seguiremos con las vacaciones, en las cuales pensamos seguir compartiendo sueños, recuerdos y vivencias con nuestros amigos desparramados por el mundo, a quienes nos siempre podemos reunir y abrazar en un solo brindis. Después de todo, para eso están los años nuevos, para encontrarse con los amigos y seres queridos que uno pueda abrazar, para reiniciar un ciclo con ellos … y para soñar con los próximos años nuevos, que serán tanto o más inolvidables que los anteriores.
Y en lo que a esta celebración respecta en particular, por lo pronto y como siempre ¡Feliz Año Nuevo! Porque no hay nada más maravilloso que tener una nueva página por escribir: el tiempo dirá si valía la pena, en nuestra mano estará hacerla digna de ser vivida.


 ¡FELIZ 2012!
 FESTEJEMOS, AUNQUE MÁS NO SEA QUE EL MUNDO NO SE VA A TERMINAR (Y SI SE TERMINA NO HABRÁ QUIEN ME DESMIENTA)

martes, 23 de agosto de 2011

El motivo verdadero

Estábamos los tres, Meneses, Maidana y yo,  en un rincón del fondo de la sala, hablándonos en voz baja después de veintidós años sin vernos. La circunstancia no parecía quizás la más apropiada para contarnos sobre nuestras vidas en ese tiempo, pero el hecho de ser los únicos conocidos entre nosotros nos retenía allí, arrancándole palabras a la atmósfera circunspecta que nos rodeaba. Rompí el silencio con poca originalidad:

- Yo todavía no salgo de mi asombro, me parece increíble… -comenté.

- ¿Cómo fue? –interrogó Meneses. Maidana se mostró un poco más informado que Meneses y yo , y respondió:

- Parece que hacía algún tiempo que estaba con problemas de salud, pero no decía nada, vieron como era, así de obstinado y escéptico, quizás le restó importancia y se dejó estar. O vaya a saber si se lo veía venir y no quiso restarle tiempo a la investigación. Para colmo, parece que estaba trabajando en un tema formidable relacionado con el cálculo probabilístico, y no debe haber querido perder el tiempo… Finalmente fue algo repentino, sin que lleguen a saber qué era…

- ¡Que increíble! – acoté-, siempre tan coherente con su pasión, cuando investigaba era un obsesivo, un devoto ¿Se acuerdan cómo nos hacía seguir sus observaciones y razonamientos en clase?

- Yo confieso que me perdía por el camino en sus devaneos – dijo Maidana-, pero con los años me seguí acordando de lo que decía, y al razonarlo con la luz de una mayor experiencia comencé a comprender lo que intentaba hacernos ver. Un genio único, una inteligencia aguda y singular. Y un ser humano humilde, cálido y comprensivo, algo difícil de encontrar en estos ámbitos. Yo sentía una gran admiración por él, fue un modelo para mí.

Meneses había permanecido todo el tiempo después de su pregunta en silencio, ensimismado, mirando el piso. De pronto reaccionó.

- Para mí fue mucho más que eso, yo lo amaba…

Confieso que tanto Maidana como yo nos quedamos desconcertados por el término que utilizó para definir su devoción. Y más aún cuando agregó:

- Lo amaba con todo mi corazón. En realidad, siempre lo amé, desde aquella primera clase…

El desconcierto se nos hizo aún mayor, la cosa parecía derivar peligrosamente hacia el lado de la confesión. Y hacia allí nos abismamos cuando finalmente Meneses, con su profunda voz grave y viril confesó en un suspiro …

- Hace tres años me lo reencontré en la Academia. Se mostró muy complacido de volver a verme, y finalmente, pasó lo que tenía que pasar… Vivimos un amor muy intenso, él era tan apasionado en la intimidad como en su trabajo…

Pude ver claramente la espantosa expresión de horror que Maidana no pudo disimular, como si de golpe se la hubiesen grabado en la cara con un hierro candente. El inesperado giro de la conversación me puso tan nervioso que casi lanzo una carcajada, pero por suerte pude dominarme, sabiendo que hubiese sido una ofensa imperdonable tanto para Meneses como para los deudos.

- Lo que pasa es que nuestra relación mientras duró fue muy… carnal, digamos, y nunca fuimos muy cuidadosos. Y para colmo, no se sabe bien de qué murió. E imagínense que no le voy a preguntar eso a la viuda. Esa yegua …

Y de golpe calló como conteniéndose

- Perdón –agregó Meneses como volviendo en sí -. Perdoná di Lorenzi, perdoná Carlos, sé que no es el lugar ni la ocasión, pero es que…

Y al callar abruptamente hizo que cada uno de los segundos que transcurrieron desde entonces duraran una insoportable eternidad. Yo no supe qué decir, Maidana menos todavía, mirando desde hacía un buen rato a la viuda, visiblemente consternado. Lo que siguió fue un predecible balbuceo por parte de Maidana.

- A veces… es increíble… las cosas se dan de una manera … no sé … qué terrible … en fin… Bueno , muchachos, me tendría que ir, la verdad es que quise pasar un rato…

- No claro, se entiende… - agregó Meneses sumando incomodidad .

- Un gusto …

Y nos saludó con un apretón de manos, que fue claramente más a la distancia, y casi como queriendo soltarse lo antes posible de la mano de Meneses. Cuando se apartó un poco, mientras Maidana saludaba conturbado a la viuda, para luego retirarse, le dije a Meneses en un tono confidencial, sin poder mirarlo a los ojos:

- Veo que seguís siendo el mismo hijo de puta, bromista pesado de siempre…

- Y, negro, hay vicios que no se pueden dejar atrás. Pero qué querés que te diga, este tipo siempre fue un pelotudo, y para colmo, me la dejó picando. …

- Pero no tenés límite ni respeto, ahora éste se fue pensando que Bruneleschi…

- Lo que me dio bronca es que dijera que lo marcó y que lo entendió con los años. Nunca le prestó atención, nunca entendió nada, sigue siendo el mismo idiota pretencioso de siempre. Fijate que nunca le prestó atención a la teoría de Bruneleschi sobre la mentira: siempre se construye sobre verdades parciales; se puede mentir en la cara del otro en base a la información fraccionaria y real que él mismo te proporciona. Tomalo como un homenaje al gran maestro.

Escuché claramente, aunque me dí cuenta de que por fortuna fui el único, ese sonido que hacen los cambios de un auto cuando no entran, ese sonido que se nos escapa cuando contenemos la carcajada. Y ambos bajamos la cabeza y nos llevamos instintivamente una mano al rostro, y lloramos con angustia contenida, sin que nadie sospechara el motivo verdadero.

domingo, 8 de agosto de 2010

El cine de los abuelos

Nota: este relato, que es pura ficción, aunque esté innegablemente ligado al recuerdo del barrio de Floresta, adonde vivían mis abuelos maternos en mi infancia, fue comenzado en enero de este año, y al borde de quedar inconcluso, fue terminado hoy. Recién en este momento, al concluirlo, me entero de que el cine Gran Rivadavia cerró sus puertas a fines de 2004, y estuvo a punto de desaparecer, de no haber mediado la movilización de los vecinos, que consiguieron hacerlo declarar de Interés de las Artes Audiovisuales por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). El día 26 de mayo de este año se celebró su próxima reapertura como cine-teatro con la proyección de la película "El secreto de sus ojos". Vaya, entonces, este casual homenaje a éste y a todos los cines de barrio,  que tantas horas felices de funciones continuadas nos regalaron en nuestra infancia, y también a los vecinos del barrio que hicieron posible salvar esta sala. Sumo esta intención a la original que me llevó a culminarlo y publicarlo hoy, primer domingo de agosto: homenajear a los niños en su día, a los de hoy y los de ayer, a los de siempre.

 

El abuelo Pedro no era muy imaginativo a la hora de pasar la tarde libre con un chico, aunque había aceptado el desafío con gallardía. Elina, su esposa, tenía que hacer una tonelada de trámites, y ante la opción de acompañarla o de cuidar a su nieto, a Pedro le resultó mucho más prometedor hacerse cargo de Claudio, el hijo de seis años de su hija Patricia, también ocupada aquella tarde de los primeros días de las vacaciones de verano. La temperatura prometía subir hasta transformar al barrio en una cocina de pizzería, el departamento de los abuelos era caluroso por la tarde, y resultaba más sensato caminar bajo la sombra de los plátanos de la calle Venancio Flores, al costado de las vías del tren. Al menos el abuelo Pedro se refugiaba del calor en ese oasis público cuando paseaba a Dandy, su perro, y a Claudio le encantaba esa placita, pero el abuelo pronto se dio cuenta de que a los nietos no se los lleva con collar y cadena, y se asustaba cada vez que el chico encaraba su carrera desordenada para el lado de la calle, adonde los autos pasaban a velocidades amenazantes. Como nada es más firme que la dulce mano del abuelo, de pronto Pedro pensó en darle un poco de aventura al crío, y llevarlo a pasear por la Avenida Rivadavia, y hasta incluso cruzarla. Estaban a tan sólo un par de cuadras, desde el edén de plátanos y paraísos, hasta la vena abierta del infierno en la propia ciudad. Lo llamó a Claudio con voz de mando, el chico vino, lo tomó con mano firme, respondiendo con un seco “a pasear” al “¿adónde vamos?” del infante. Y Claudio se dejó llevar, porque sabía que había aventura para aquella dirección a la que encaraba el abuelo. El retorno a casa estaba marcado para el lado de la calle: si cruzaban Venancio Flores, volvían, y lo más alentador podía ser comprar algún dulce en la panadería-confitería de doña Marta. Pero si encaraban para el lado de las vías, el paseo verdaderamente seguía, primero hacia la barrera alta, después a dar vueltas por esos hierros cruzados que obligan a rodearlos en “s”, a los que el abuelo llamaba “la vuelta del borracho”. Luego, a mirar la siempre latente amenaza del gigante de hierro, el tren eléctrico de la estación de Floresta, que cada dos por tres devoraba a alguna víctima desprevenida. Después de cruzar las vías dormidas, atravesar Yerbal y caminar esa breve cuadra de Segurola con sus mármoles de vetas marrones, palpitando hacia la furiosa Rivadavia. Lo que mucho después supo Claudio, fue que la tarde que cambió el rumbo de su vida, el abuelo Pedro no tenía un plan definido, a lo sumo creía recordar vagamente la existencia de una heladería para el lado de Lacarra, pero de pronto, al mirar para el otro lado de la Avenida, vio la marquesina brillante del cine Gran Rivadavia que le gritaba Lo que el viento se llevó. Cruzó como en sueños, mientras sopesaba la situación rápidamente:
“…es continuado, se pueden comprar golosinas, entramos en mitad de la película, si se aburre, la película es más corta, nos vamos cuando termina, vimos una mitad que no entendió porque no vio la primera mitad, tomamos un poco de aire, nos distrajimos, comió alguna golosina y se entretuvo un rato; si le gustó la película, nos quedamos a ver la primera mitad en la función siguiente. Sí, ahí dice “refrigeración”, espero que ande...”

Y sin dar mayores explicaciones, sacó las dos entradas, sin percatarse de que su silencio le hizo creer a Claudio que el abuelo mago, había jugado con la intriga y el misterio de prepararle el descubrimiento. Quiso el destino, que a veces es la máquina mejor engrasada y sincronizada del universo, que entraran a la sala en la escena del incendio. El cine escatimaba la refrigeración, como Pedro había maliciado, la encendía de a ratos. Se ve que hacía un buen rato que no lo hacían, porque dentro de la sala la temperatura era la misma que en la escena, lo cual reforzó el impacto en el chico, que se apretó contra los pantalones del abuelo. A Claudio lo habían llevado otras veces al cine, pero nunca le había prestado demasiada atención a esas películas de dibujos animados que solía mirar por televisión. Aquello era diferente, el abuelo parecía hacerlo atravesar ese incendio, los reflejos de las llamas descontroladas relucían en los artesonados del cielo raso, Claudio estaba hipnotizado y Pedro lo siguió conduciendo firmemente hasta la fila diez de una sala casi vacía de función vespertina. El chico se acomodó en su butaca, embriagado de imágenes. Le preguntaba todo a su abuelo, que muy poco sabía de cine, materia que nunca había llamado en exceso su atención, más allá de Lo que el viento se llevó, Casablanca, Gilda o La diligencia. Pero a aquél dramón larguísimo lo había visto unas cuantas veces, aunque nunca a la edad de Claudio, y se lo sabía de memoria. De más está decir que cuando la película terminó, jugaron un buen rato a adivinar las publicidades del inerte telón que separaba las funciones, y se quedaron a verla desde el principio, y llegaron hasta la mitad, y aún un poco más cuando Pedro tomó conciencia de que Elina ya debería haber vuelto de sus trámites hacía rato, y que hasta llegaría Patricia para buscar a su hijo. De hecho, Elina ya estaba por salir a buscarlos de noche por el barrio, acosada por esas ideas tontas de que a un hombre mayor y a un chico les puede pasar cualquier cosa por estas calles de esta ciudad de locos.

Cuando regresaron Pedro se ligó un reto que su nieto ni advirtió, siguiendo de largo a armarse con sus juguetes una maqueta inconfundible de Lo que el viento se llevó, con la que jugó horas, aquél día y los que le siguieron. De más está decir que esa tarde se prolongaría en la memoria de Claudio durante años, y fue la iluminación que lo llevó, años más tarde, a estudiar dirección de cine.

Durante aquellos tiempos de estudiante de cine, quince años después de aquella tarde, Claudio decidió retribuirle al abuelo Pedro, la magia imborrable del día en que nació su pasión, y después de ahorrar durante bastante tiempo, le regaló para una navidad una video cassetera. La tarjetita del regalo decía “ojalá puedas redescubrir y disfrutar del cine, como me lo hiciste descubrir y disfrutar a mí cuando era chico, para el resto de mi vida”. Pero el regalo no se quedó ahí, ya que el nieto, que ahora era un cinéfilo consumado, se hizo tiempo todos los viernes por la noche, para alquilar o conseguir alguna película para ofrecerles a Pedro y a Elina. Así nació lo que en el barrio de Floresta llegó a ser conocido como El cine de los abuelos. A las primeras funciones concurrieron sólo Claudio y los abuelos, pero poco a poco se fueron sumando Patricia y Martín, los padres de Claudio, y Mariana, la hermana, con su novio Cristian, y después empezaron a venir los amigos y vecinos, pagando como entrada algo para la picada o el postre, mucho antes de que la foránea costumbre de comer pochoclo (que genera un molesto ruido enemigo de la concentración que exige una buena película) se instalara en los futuros complejos de salas modernos, que todavía no se habían ni construido. Al principio, Claudio organizaba ciclos por directores, al mejor estilo de los viejos cine club, que él no había conocido, y que alguna vez el abuelo Pedro sí había frecuentado cuando era joven. Así pasarían ciclos inolvidables, presentados por el joven experto, como el de Francis Coppola (a quien Claudio definió como el director que más había tomado como tema las relaciones familiares), y otros, como las retrospectivas de Luis Buñuel, Scorsesse, Cecil B. de Mille, Eisenstein, Leonardo Favio, Victorio de Sica, y tantos otros grandes directores de diversas épocas y cinematografías. Con el tiempo, el cine de los abuelos se transformó en un rito de encuentro entre amigos y familiares cinéfilos, y fue contagiando la pasión por la cinematografía a cada uno de los concurrentes, quienes cultivaron una amistad fundada en la más sólida de las bases: la profunda afinidad por el arte y el conocimiento que lleva a compartir los más profundos sentimientos humanos.

 El cine de los abuelos también fue evolucionando con la tecnología, para pasar del video al DVD, de la pantalla del televisor al proyector, del sonido mono al estéreo y luego al 5.1, con la inestimable colaboración del barrio, que contribuyó de todas las maneras posibles para hacer crecer en el tiempo la magia de aquella tarde en el cine Gran Rivadavia. También con los años, Claudio se transformó en director, y continuó su carrera en el exterior, y para entonces fue Pedro definitivamente el anfitrión, aún después de la muerte de la abuela Elina, y hasta la suya propia.

Es cierto que el cine es como la vida, y por desgracia, también las grandes películas llegan a su fin. El día de la muerte del abuelo Pedro, Claudio, que se encontraba de vuelta en el país, pidió a todos aquellos que habían sido el público del cine durante años, que la mejor manera de derrotar a la muerte, era prolongar el rito para las próximas generaciones. Unos pocos días después, a pesar del peso que la ausencia de Pedro generó, se realizó una función en su homenaje, presidida por quien ocupó desde entonces el lugar de Pedro: Martín, el padre de Claudio. Ese día decidieron proyectar en su homenaje Lo que el viento se llevó. Y ese día, Claudio llevó al cine de los abuelos a su propio hijo, también llamado Pedro, quien nunca olvidaría aquella reunión de lágrimas mezcladas, porque es cierto que la vida, igual que las buenas películas, se termina, pero también es verdad que las películas, al igual que las vidas que marcan a otras vidas, están condenadas a perdurar, para proyectarse una y otra vez, para demostrar, paradójicamente, que el viento, a veces, no se lleva nada, por más que se empeñe en soplar.



martes, 13 de julio de 2010

El Caracol








Dónde habrá empezado a gestarse el apodo, la verdad es que no lo sé, yo lo conocí en el tiempo en que iba a la plaza a jugar a la pelota casi todos los sábados. Era un pibe medio raro, que coleccionaba historietas japonesas y sabía todos los trucos de los juegos para consola o PC, en realidad como todos los demás pibes juntos, sólo que él siempre sabía algo más que el resto no. En aquél entonces sólo era Ernesto, en invierno siempre andaba muy abrigado, no salía nunca a bailar, no fumaba ni tomaba alcohol, y prefería chatear con desconocidas que ir al cine con una chica del barrio. Y sí, era muy malo jugando a la pelota, mientras que era imbatible jugando soccer con la consola. Quizás fue eso lo que hizo que un día dejara de venir a la plaza los sábados. Francini, que se lo encontró una vez por la calle, nos dijo que era porque estaba trabajando con la computadora en la casa y parecía que laburaba sobre todo a la noche, cuando todo el mundo se conecta. Nos sonó a que estaría enviciado con algún juego en red. Teníamos el teléfono y lo seguíamos llamando para preguntarle los trucos, y siempre te atendía bien, y te daba cátedra. Se estaba dedicando a bajar películas, juegos, programas, y hasta se estaba dando maña como hacker, pero sobre esto último no daba detalles por teléfono. Empezamos a comprarle material que bajaba, y así seguimos en contacto personal. De todos modos, ya comenzaba a utilizar un lenguaje que a todos se nos hacía a veces incomprensible: decía que buscaba cosas que le costaba encontrar porque no tenía un flap o que no encontraba los clusters para identificar la cadena de asignaciones de archivos. Inútil era pedirle explicaciones, porque las daba y era peor. La cuestión es que a pesar de que empezó a no salir ni a la esquina, casi lo veíamos más seguido que antes.


Por aquél tiempo fue que se murió el padre, y yo creo que aunque Francini diga que siempre fue así, yo creo que esto lo hizo cambiar del todo, definitivamente. Lo del padre fue repentino, creo que un bobazo. Era un tipo muy laburador, no estaba en todo el día, pero ganaba bien. La madre trabajaba también, creo que cosía ropa a máquina, para fabricantes, más que nada yo pienso que para no aburrirse, no por necesidad. Y entonces ella estaba todo el día en la casa, haciendo la limpieza, cocinando, saliendo para hacer las compras, y el resto del tiempo dedicándose a su trabajo. Imaginate, pobre mujer, que no tenía mucho tiempo para fijarse en que el pibe ni salía a la calle, y además ni molestaba, era buenito, lo venían a ver algunos amigos y se ganaba su platita y colaboraba con la casa y todo, a pesar de que casi no traía gastos, ya que todo lo que tenía de computación se lo compraba él mismo. Pero cuando murió el padre, la familia se quedó sin sustento, y entonces Ernesto, que ya tenía como 23 años, fue el sostén suyo y de la madre, sin moverse de la casa. Claro que la mujer no decía nada de lo de la roña, lo que ella comentaba en el barrio era que Ernestito trabajaba tanto y hasta dormía tan poco que a veces ni tiempo de bañarse tenía. Algunos chismosos que nunca faltan empezaron a notar en las sogas de la ropa de la terraza la ausencia de pilchas de Ernestito, y la voz corrió enseguida. Nosotros sabíamos que en la casa siempre estaba con el mismo piyama, a veces abrigado con un buzo viejo por arriba, o alguna frazada en las piernas, cuando no se envolvía con el cubrecamas completo. Es clarísimo que no fuimos nosotros los que ensayaron esos sobrenombres horribles, como el piojoso de la computadora, el sarna o la larva, por eso no sé a quién se le ocurrió lo del caracol. Cuando lo escuché por primera vez, también me pareció hiriente, pero era perfecto: siempre entre la tierra, encerrado en su casa, metido para adentro, lento, silencioso, "viscoso". Lo más cómico del caso fue que el nuevo nombre llegó hasta él, y no se ofendió, al contrario, le pareció perfecto. Lo suyo ya era una pequeña empresita que adoptó el nombre de "El caracol", y utilizó como logo un simpático caracolito que él mismo había diseñado con un programa de esos que él conocía. Según la madre, estaba ganando más que lo que el padre había ganado en su vida, y ahora ella se encargaba de manejarle las cuentas del banco. Lo que la mujer no comentaba era que Ernestito, ahora en su bonanza económica, se hacía traer desde los puntos más remotos y exóticos del mundo (con una especial inclinación por Tailandia), la más variada gama de productos desconocidos en estas pampas, desde alimentos en base a harina de cangrejos disecados o algas que crecen en las minas de oro, pasando por licores que expanden la percepción humana a un grado desconocido, o hierbas aromáticas que inhaladas producen extrañas visiones proféticas, hasta juguetes sexuales cuyos secretos tántricos sólo conocen ciertos monjes tibetanos que manejan una página de Internet.

La cuestión es que aunque el pobre Caracol no salía de su casa, su vida estaba en boca de todo el barrio, que comentaba sus miserias más íntimas y juzgaba con asco de letrina vieja su vida privada, a falta de vida pública, desde ya. Quizás el más turro fue el portero del edificio, que entregaba la información de los pocos que entraban o salían (siempre servicios de entrega a domicilio), o de lo que llegaba por correo desde lejos. Para ese entonces, ya no lo veíamos más que por videoconferencia o eventualmente nos conectábamos por chat. Era difícil que atendiera el teléfono. El último que lo vio fue Charly, que se animó a ir a la casa a retirar unos discos de un software especial de manejo de stock y contabilidad que necesitaba para el negocio que abrió en la Galería Marsella. Digo que se animó porque para entonces, a veces se quejaban del mal olor los vecinos, porque se ve que la madre ya estaría acostumbrada. Charly dice que el olor era realmente insoportable, y que hasta incluso se animó a comentárselo. El Caracol llevaba unas cuántas semanas sin bañarse y estaba vestido con el mismo piyama de siempre, que ya era del brilloso color de la grasa rancia, y le dijo, riéndose, que se trataba de unos hongos que estaba cultivando y la preparación de las algas tailandesas. “Eso es lo que pasa cuando te alimentás sano, y hacés vida de monje oriental”, concluyó el Caracol, completamente ajeno al asco gelatinoso que provocaba a su alrededor. Antes de irse, casi como pensando que lo traía a la realidad, Charly le preguntó si nunca salía a dar una vuelta, si nunca una chica o una novia. Dice que otra vez se rió, y le dijo que una novia para qué, para tener problemas. “No te imaginás las cosas que podés ver en vivo por Internet, las minas que podés conocer”. Charly quedó transtornado, podría decirse que el tipo estaba completamente desquiciado, que su vida era una completa basura, una cosa repugnante y triste. Pero todos sabíamos que no había en el barrio un tipo más feliz que él: hacía lo que sin dudas más le gustaba en la vida, no había lujo, dentro de su mundo, que no pudiera darse, ganaba una fortuna, vivía una vida llena de placeres exóticos y de experiencias únicas que nosotros ni sabíamos que existían. Y para colmo, vivía en un universo cómodo, seguro, lleno de fantasía y sin sobresaltos. Parece que la única vez que dicen que se alteró, fue el verano pasado, cuando en el barrio hubo un corte de luz que duró unos días, pero parece que se compró un generador último modelo y baterías en cantidad que le pueden permitir seguir conectado durante más de una semana, si se diera el caso. Después de todo, quién pudiera tener esa única preocupación.

Últimamente sabemos poco de él. Parece que creó un portal de Internet, y que le ofrecieron millones, y dicen que si cierra el trato le va a comprar una casa a la madre en Europa, para que descanse un poco, ya que ahora él puede manejar todo por la red, hasta la plata, y para el resto, se contrata a gente que lo haga por uno y listo. Yo no sé si está loco, calculo que sí, lo que sé es que cada vez que nos juntamos con los muchachos, nos pasamos horas discutiendo cómo hacer más plata, y terminamos hablando de cómo hacer para gastar menos. Laburamos todo el año, vivimos con preocupaciones, descansamos un día o día y medio a la semana, y catorce corridos al año, cuando se puede. Pero eso sí, salimos, vamos al cine, nos encontramos en bares y vamos a comer afuera cuando el día está lindo, vamos a la cancha o a pescar, paseamos por los shoppings, llevamos a nuestros hijos a los jueguitos y les festejamos los cumpleaños, nos compramos todo lo que necesitamos, tenemos electrodomésticos más o menos actualizados y cambiamos el auto cada dos años, aunque nos cueste. Antes que nada, sabemos divertirnos y disfrutar de la vida.

Por eso no entiendo por qué siempre nos terminamos deprimiendo cuando hablamos del Caracol. Será porque aunque esté forrado en guita, el pobre tiene una vida de mierda, ¿no?

viernes, 9 de julio de 2010

Entreaño





Yo no sé por qué razón, pero la abuela Eve cada vez que se mama, se envenena el pico. No sé si lo hace seguido cuando está a solas, yo la veo cada tanto, tal vez unas cuatro o cinco veces al año y está sobria, pero es fija que se mama para año nuevo. A veces pienso que mi viejo tiene un resentimiento oculto con la abuela Eve, y es por eso que la invita, sabiendo que va a chupar y va a dar vergüenza ajena. Pero aunque no la pase bien, mi viejo insiste año nuevo tras año nuevo en que pasemos todos juntos esa fecha, y yo no puedo zafar porque es tradición familiar. Papá es el que manda para año nuevo: tiene una pequeña empresa, a la que todos le rajamos, por eso sólo lo acompañamos ese día. Y entonces, la organización del evento, a todo trapo, corre por cuenta de Cuquín, el "hijo adoptivo" de papá, su mano derecha, que es el único que le da pelota a la empresa, y seguro que cuando papá no esté, va a ser él quien la dirija, y está bien, porque ni a Chito ni a mí nos gustó nunca la idea de meternos en el negocio de los bulones. Pero como Cuquín insiste en que el galpón de la planta está bueno para la celebración, terminamos reuniéndonos ahí, y será por el ambiente, pero a la abuela Eve se le envenena el pico. Y al final, siempre nos caga la noche. A papá le da vergüenza ajena, pero como Cuquín insiste y no puede dejar de invitar a la abuela Eve, que vive sola, termina invitando a todo el mundo. Al llegar es la de siempre, pero en la cena empieza a empinar el codo y a ponerse agresiva con mi viejo:

- Raimundo, ¿por qué seguís siendo tan amarrete y no comprás un vino mejor? Siempre el mismo amargo vos ...
- ¡Mamma!- le contesta papá, y cambia el tema.
-¡Mamma, mamma! Siempre el mismo pelotudo vos, igual que tu padre...

Mientras la tía Irma, la hermana de mamá, codea al  tío Andrés subrayando la última frase, el sonido del corcho de una sidra aporta el momento justo para cambiar el clima, lo más rápido que se pueda. Igualmente, la tranca de la abuela Eve todavía va por la mitad. Veinte minutos más tarde criticará la comida de Irma (que siempre es mala para sus dientes y el pancreas), los manteles viejos, y se las agarra con la señora de Cuquín, o la prima flaca, lo mismo da.
Exactamente a las doce, con el comienzo del año, la abuela Eve dirá:

-¿Qué carajo festejamos?¿Un año menos de vida? ¡Tachen, tachen el almanaque, ingenuos, que la tumba nos espera!

Nadie le dirá nada, porsupuesto, la Eve en pedo parece saber que goza de la impunidad que dan los años. Y no faltan cinco minutos para que le diga a mamá que está más gorda y descuidada que el año pasado. Ya para las dos de la mañana, la abuela eructa estrepitosamente alcohol, como un marinero noruego.
Cualquiera diría que es una vieja de mierda. Pero en el entreaño no habla nunca, teje pulloveres en invierno, mira telenovelas, cuida su jardín y prepara dulces en verano, siempre suspira y recuerda en silencio, entre amarillentas fotos del pasado. Va a los médicos con entrega, hace la cola para cobrar su mísera jubilación aunque nieve o tiemble la tierra, escucha en silencio la radio con sus fatales noticieros, entregada  y sin comentarios, se hace la comida con la hornalla de gas al mínimo, duerme sin estufa con la bolsa de agua caliente y una frazada que tiene más de cuarenta años, junta monedas y nunca pide nada a nadie.
La abuela Eve es adorable, pero yo no sé por qué el viejo le llena la copa en año nuevo, es como si la desnudara en público.
Para mí que tiene razón ella, debe ser ese vino berreta que le compra mi viejo todos los años al turco Nasiff. Ahora que lo pienso, yo también tomo dos copas y tengo ganas de pasar el año nuevo en otra parte, lejos del viejo, de la vieja, de la tía Irma y el tío Andrés, de Cuquín y su familia, de Chito y Betty, y hasta incluso, de la abuela Eve. O quizás, hasta me vienen ganas de matarlos a todos en algún momento de la noche. Pero después, a la final, nos cagamos de la  risa, y no está tan mal el año nuevo.
Salvo por el vino, claro, salvo por el vino....

domingo, 4 de julio de 2010

Finales eran las de antes...

Para que los hermanos uruguayos se vayan entonando (como sea, les quedan dos partidos más)




Tengo la certeza de que por aquellos años, el fútbol era mucho más popular en Uruguay que en Argentina (quizás alguien más memorioso o documentado que yo me lo pueda confirmar o desmentir). Me  baso en el hecho de que en la época de oro del Zorzal criollo, entre los '20 y los '30, el box era más popular en estas costas, que el deporte del balón. Lo acreditan tangos y crónicas de la época. Sin ir más lejos, un joven de aquellos años, Julio Cortázar, era fan del pugilato y no se le conocen, hasta donde sé, preferencias futboleras. Sin ambargo, ha de haber sido un deporte en franca expansión, teniendo en cuenta la medalla de plata lograda en los juegos de Amsterdan, de 1928. Pero nada podía ser comparable en esta orilla del río a lo que pasaba en la otra, donde pisaba fuerte la verdadera potencia internacional del fútbol, Uruguay, quien definitivamente destronó al gran campeón histórico del fútbol olímpico desde antes de la Primera Guerra Mundial, la nación creadora de este deporte: Inglaterra, medalla de oro en Londres 1908  y Estocolmo 1912. Uruguay en el '28 alcanza en el medallero a los británicos consiguiendo su segunda medalla dorada, repitiendo el logro de Paris 1924.
Hay que imaginarse la sensación que causó en el viejo continente esa formación uruguaya, como para que la recientemente creada Federación Internacional del Fútbol Asociado planificara sin dudarlo su primer campeonato mundial en las lejanas tierras del bicampeón olímpico, más allá de las protestas de las delegaciones europeas a las que le significaba un parate de tres meses en sus campeonatos locales el interminable viaje hasta el otro lado del mundo, y para colmo durante el invierno austral. De hecho, en los mundiales siguientes se boicoteó la organización en Sudamerica, lo cual provocó la ausencia de Argentina y Uruguay en los campeonatos de Italia 1934 y Francia 1938.
A Argentina, sin embargo, en aquél primer mundial, le tocó un segundo puesto nada indigno, por lo que se vé, tanto en Amsterdam 1928, como en el mundial de Uruguay 1930, donde repitieron la final y los puestos. Nacía así una rivalidad en la que a los uruguayos les cabría, durante varios decenios, la primacía indiscutida, que hace que hasta el día de hoy, si se suman las particiapciones entre los primeros cuatro puestos, Uruguay esté históricamente arriba de Argentina, quien después de aquella final del '30 tendría que esperar cuarenta y ocho años más para volver a ser finalista y obtener su primer campeonato, en Argentina 1978.
Pero volviendo al '30... y pensar que Brasil todavía estaba en pañales. Aquella final rioplatense fue de lo más vibrante: un 4-2 en los noventa minutos da la pauta de lo que fue eso, en un fútbol que se caracterizaba por atacar con más hombres que con los que se defendía, pero en el que, de todos modos, se jugaba con una pelota más pesada, botines rústicos y campos de juego que a veces eran verdaderos pisaderos. Hace poco fantaseamos en casa con la posibilidad de hacer un experimento, y hacer jugar a los astros actuales un partido en esas condiciones. Nuestra conclusión fue que sería imposible porque se lesionarían todos, y hoy por hoy hay demasiado dinero en juego.

Para 1950, Europa lamía aún las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial, y la organización del primer mundial de la pos guerra se le encomendó a  Brasil, el único país sudamericano con presencia en todos los mundiales disputados hasta ese momento, pero con un historial más pobre que sus vecinos: ninguna medalla olímpica y un tercer puesto en Francia 1938. Brasil sueña, entonces, con su primer campeonato mundial: construye el estadio más grande del mundo hasta ese momento, el estadio Maracaná, y alista un equipo imbatible, que sin mayores dificultades llega a la final. Lo que ni se imaginaban, era que en frente tenían al decano del fútbol sudamericano, demostrando que veinte años no es nada, cuando el fútbol se lleva en las venas.




Si tenemos en cuenta que en las útimas finales tuvimos, por ejemplo,  en Estados Unidos 1994 un 0-0 entre Brasil e Italia, que se resolvió por penales a favor del primero, y el mismo tipo de resolución en Alemania 2006, a favor de Italia, y sumando que en este caso lo más destacado que quedó del partido fue el cabezazo de Zidane a Materassi: ¿alguien puede poner en duda que finales eran las de antes?


A veces, el fútbol es simplemente la más maravillosa forma de lo locura. Y si no, quedémonos con esta imagen para ejemplo.











FELICITACIONES POR VOLVER A LA HISTORIA GRANDE, URUGUAY ESTÁ ENTRE LOS CUATRO MEJORES DEL MUNDO.